La música, los ritmos, las pausas hacen parte del ser humano desde el momento mismo de la concepción. Hacia la tercera semana de gestación comienza a desarrollarse en el ser humano un primordio de corazón, como recordando desde entonces con cada uno de sus latidos, a manera de percusión, que somos música.
Una semana después, en un embrión de apenas 4 o 5 mm, muchas células se disponen y comienza la formación de los oídos que se encargarán de escuchar estos sonidos, confirmando así, la Teoría de los Campos Morfogenéticos de Rupert Sheldrake, que nos ilustra sobre cómo los órganos y sistemas toman sus formas o patrones de organización por sí mismos, espontáneamente, como consecuencia de su función. Es decir, que no requieren de un ensamblaje artificial como en el caso de las máquinas.
Estos oídos deben ir acompañados de un órgano de fonación que emitirá sólo los tonos que sean captados por ellos y desde entonces, sabiamente, deberíamos aprender a filtrar ciertas sensaciones auditivas que resultan agresivas.
De esto se colige fácilmente que lo lógico es escuchar primero para hablar después, pero infortunadamente nos tomamos dos o tres años para aprender a hablar y casi toda una vida para aprender a callar…
[blockquote align=»none» ]La música (del griego mousa) tiene tres características principales: melodía, armonía y ritmo.[/blockquote]
Es el ritmo el que influye en nuestro metrónomo interior permitiéndonos conservar el compás o tempo adecuado en nuestras actividades, lo que se ve reflejado en la coordinación de eventos físicos, emocionales y mentales.
Casi pudiéramos expresar la vida en términos de ritmos que constituyen básicamente una sucesión de hechos en el tiempo.
Esto implica hablar de frecuencias y por supuesto de pausas o intervalos que cada vez son más difíciles de manejar en el modelo actual por nuestro modus vivendi.
Casi todas las técnicas de meditación, se basan en el respeto de los ritmos para, de esta forma, resonar (vibrar en la misma frecuencia), con los patrones naturales y volver a “sintonizar” nuestra propia emisora en el dial correcto para evitar así el ruido (del latín rugitus: rugido) que es esa sensación desagradable, exterior o interior, que tanto nos afecta.
Que cada uno de nosotros comience a emitir su propia nota dentro de la perfecta sinfonía que es la vida: que el economista sepa como incluir el corazón de la humanidad en sus cifras para que el dinero sea también manifestación del la espiritualidad.
Que el médico emita esa nota a través del verdadero con-tacto con su paciente y pueda conmoverse con él, recordando su función de educador; que el empresario comprenda su labor también en virtud del provecho humano; que comprendamos que mucho de lo que nos sobra sólo confirma nuestra miseria; que el ser humano recupere sus derechos por el mero hecho de serlo y esto sea tenido en cuenta por los sociólogos y los abogados; que las palabras del periodista broten de su corazón para que, en cada una de ellas, se conserve la integridad del ser; que el ingeniero y el arquitecto verdaderamente edifiquen para que se de alma a su obra.
Que el político trascienda del discurso y la retórica a los hechos, entendiendo el verdadero arte que tiene en sus manos; que cada vez haya más poetas y músicos para que, a través de sus versos, nuestro corazón cante en agradecimiento por cada respiro y verdaderamente seamos alegres; que el ama de casa y el obrero vean compensado su esfuerzo en los cimientos de cada hogar; que el estudiante sea la esperanza para que sus conocimientos se fusionen en la búsqueda de la perfección, expresada en términos del desarrollo de la consciencia y así trascendamos del código del pensar al código del sentir.
Que se revele, pues, la consciencia en todas sus manifestaciones para que el “alma una” refleje todo su esplendor y belleza y comprendamos que aquello que deseamos ya está en camino…